lunes, 20 de junio de 2011

El asombro de Ambrosio de Morales


- Empiezo a pensar que no lo lograré jamás.
Morales se calló, porque en realidad pensaba poco más o menos igual. Pero claro, a él no podía decírselo, porque en su estado de desesperación, corría el riesgo de que el pobre hombre saltara del peñasco y se tirara al Tajo allí mismo. Optó por lo más sensato.
- Los asuntos del Rey suelen ir despacio, lo sabes mejor que nadie.
El ingeniero dio por buena la respuesta. El cordobés, por su parte, encontró otro argumento con el que consolarle.
- Fíjate en los molinos del Guadalquivir, por ejemplo. Cuando reformaron el molino de Martos, que pertenece a las Órdenes y por tanto al Rey, el agua subió tanto que arruinó los batanes de San Julián. Bueno, pues han tardado diez años, pero al final la Corona ha comprado los molinos perdidos a los propietarios.
Turriano levantó levemente la cabeza.
- Definitivamente, Felipe II tiene un problema con las norias de río.
- Le viene de familia. Sabrás que fue la reina Isabel la que mandó desmontar la noria del alcázar de Córdoba.
- ¿También?
- Eso dicen, que no le dejaba dormir.

Juanelo Turriano, uno de los ingenieros más importantes de la Europa del XVI (quizás sólo por detrás de Leonardo da Vinci), tampoco podía conciliar el sueño. Sus pleitos con la ciudad de Toledo y con el Rey pesaban demasiado en su cabeza, casi tanto como las deudas que le empezaban a acosar.

Ambrosio de Morales regresaba a la ciudad imperial por primera vez en varios años, con motivo de haber sido destinado al remoto pueblo toledano de Puente del Arzobispo. Por supuesto, nada más llegar había contactado con su amigo Juanelo, y éste había accedido a caminar por la orilla del Tajo junto al puente de Alcántara para contemplar juntos su gran obra: el Artificio. La primera vez que el cronista cordobés de la corte de Felipe II vio el Artificio de Juanelo, no podía dar crédito a lo que tenía ante sí. Movido por varias norias, un endiablado laberinto de torretas, brazos de madera, cacillos y tubos metálicos oscilaba rítmicamente mientras subía miles de litros de agua diarios desde el río Tajo hasta el alcázar de Toledo, en lo más alto de la ciudad.
 - Cien varas, dices.
 - Cien varas desde el río hasta el último cazo.
 - Es el doble que la altura del campanario de la iglesia mayor de Córdoba...

Como por arte de magia, el Artificio jugaba con la gravedad y hacía que el agua pasara de un recipiente a otro, ganando metros de altura por la empinada pendiente. Tal fue su fascinación que cuando escribió sus Antigüedades de las ciudades de España, Morales se olvidó un rato de la arqueología (fue en esta obra donde identificó Medina Azahara con la Corduba de Claudio Marcelo) para dedicar páginas enteras a la descripción del Artificio, que luego sería mencionado por varios de los más grandes autores del Siglo de Oro, incluyendo a Góngora.

Tras el paseo, la noche en casa de Juanelo se había ido espesando y los fantasmas habían vuelto al ánimo del genio cremonés.
- No es justo lo que te están haciendo, desde luego. La ciudad no te paga porque el agua se queda en el alcázar. El Rey no te paga porque no firmó ningún contrato. Y de la segunda máquina nadie se hace cargo porque...
- Porque Su Majestad se reservó el derecho de usar el agua si lo precisaba. Necesito que vayas a Madrid, Ambrosio. A ti te respeta.
No dio tiempo a cerrar el compromiso, porque llamaron a la puerta. Un hombre con barba, de mediana edad, entró en la estancia y dejó en suelo un pesado fardo. Charló con Juanelo en italiano, su idioma natal, y saludó en castellano a Morales, que le miraba con admiración. Al fin, fueron presentados.
- Ambrosio, este es Domingo.
El tal "Domingo" le tendió la mano sonriendo, y el cordobés sólo acertó a mostrar su respeto al maehtro Seotocópulo. Seseo incluido.

El visitante levantó la lona y dejó ver un par de lienzos en sus marcos povisionales de madera. No era una limosna, era un regalo, pero posiblemente permitieran a Turriano saldar algunas de sus cuentas, y sostener el pleito unos meses más. Era también la forma de agradecerle su hospitalidad al llegar a Toledo unos meses atrás.

El vino de Montilla fue agotándose en la mesa de Juanelo, y las figuras alargadas de los cuadros ahora además parecían desdoblarse. Las preocupaciones se diluían y el Greco hacía reír a Juanelo con chascarrillos venecianos que Morales no entendía. Cuando hablaron de una mujer toledana que el pintor acababa de conocer y de algunas que Turriano había conocido, el cordobés tuvo que contar lo del baúl, y acabó por erradicar cualquier sombra de la cara del anfitrión.

En una esquina del salón, rodeado de herramientas, papeles y serrín, les contemplaba un autómata de madera a medio hacer.

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Sí, es más Toledo que Córdoba. Pero había que darle un papel digno a Ambrosio de Morales después de las otras entradas...