sábado, 29 de diciembre de 2007

Puertas de la Axerquía

Desde la época de las guerras civiles que pusieron fin al Califato cordobés (primera mitad del siglo XI), según los últimos datos arqueológicos, o desde los primeros tiempos de la dominación almorávide posterior, según la tradicional datación que aún defienden muchos autores, la Axerquía estuvo protegida por una larguísima muralla desde la puerta del Rincón a la Cruz del Rastro, que seguía el trazado de las grandes avenidas actuales. 

A pesar de que existen extensos lienzos de muralla conservados, como el de Ronda del Marrubial, la calle Valencia o las cercanías del colegio de Salesianos, no se ha mantenido en pie ninguna puerta, siendo casi todas ellas sistemáticamente hundidas en el siglo XIX.

La primera se encontraba en el punto de inicio del muro y era la conocida como puerta del Rincón. No se conserva de ella ninguna imagen, como tampoco la hay de la puerta del Colodro, que se situaba en la plaza actual del mismo nombre, cerca de San Cayetano. Ésta última no existía durante la dominación musulmana, sino que fue abierta con posterioridad.

La siguiente entrada era la puerta Excusada o de la Misericordia, que se ubicaba por debajo de la avenida de las Ollerías, donde hoy está el control (pilona) que da acceso a la calle Cárcamo y a la Piedra Escrita. Al final del tramo conservado del Marrubial, en la plaza de los Trinitarios e inmortalizada por dos columnas, tenía su emplazamiento la puerta de Plasencia, antiguamente uno de los principales accesos a Córdoba.

Siguiendo hacia el sur encontrábamos la puerta de Andújar, también marcada por dos columnas que hay junto a la taberna de la Magdalena, y la puerta Nueva o de Alcolea, al final de la calle Alfonso XII, estando ambas puertas flanqueadas por la Facultad de Derecho. La puerta de Baeza, una de las más monumentales de la ciudad, se ubicaba al final de la calle del Sol (hoy Agustín Moreno), en el Campo Madre de Dios, y su situación está recordada por los cimientos de la muralla que son visibles a ras de suelo en el jardín.

Junto al molino de Martos y el antiguo convento de los Mártires se encontraba la puerta de Martos, derribada tras quedar muy dañada por el terremoto de 1755. Por último, es objeto de una larga discusión la ubicación exacta de la puerta de la Pescadería, de la que nada se conserva y poco se sabe, aunque no debía estar muy alejada de lo que hoy es la Cruz del Rastro.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Rabanales XI

Entre las vías del AVE y la vía de ancho convencional por la que circula el tren de Rabanales, y junto al arroyo del mismo nombre, trabajan sin descanso gran cantidad de operarios. Como consecuencia de las catas arqueológicas llevadas a cabo antes de la construcción del futuro Parque Científico y Tecnológico de Córdoba (!), Rabanales 21, han empezado a salir a la luz numerosos restos, visibles con inmejorable perspectiva desde el tren en el que viajan los estudiantes. 

Las labores avanzan en un silencio casi completo, sin que en los medios de comunicación se destaquen noticias al respecto, mientras los picos van bajando de cota y sacando a la luz nuevos muros y sillares. Hasta donde sé, únicamente en el semanario La Calle de Córdoba se han dado algunos datos sobre el yacimiento, que se ha identificado de manera preliminar con una almunia árabe de alrededor del siglo XI, lo cual retrasa en diez siglos el foco de atención que se le quería dar al eslogan del nuevo polígono.

También es mala suerte toparse con esta nueva piedra en el camino cuando por fin se habían decidido a empezar movimientos de tierras, pero ahora podremos hacer una curiosa comprobación. Será el momento de observar de qué manera se comporta la Universidad con este sitio arqueológico donde se juega una buena suma de dinero. Aunque siempre habrá que hacer esta valoración en función de la importancia de lo encontrado, puede que Rabanales 21 y el anfiteatro romano del Rectorado nos indiquen por dónde van a ir los tiros de la futura arqueología cordobesa.

sábado, 22 de diciembre de 2007

El mausoleo de Puerta Gallegos

En los primeros años del siglo I, Corduba despertaba poco a poco de la pesadilla de la destrucción cesariana gracias a su refundación como Colonia Patricia por Augusto, en el 25 a.C. La monumentalización de la ciudad iba a convertirla en una imitación de la capital del imperio, y pronto empezaron a extenderse barrios extramuros donde antes sólo existían necrópolis.

La muralla occidental, que seguía la línea de fachadas del actual paseo de la Victoria, estaba protegida por un arroyo que corría paralelo (posteriormente conocido como arroyo del Moro) y presentaba desde los tiempos de la república una puerta que llegaría a ser la de Gallegos. Muy probablemente existiría un pequeño puente a la salida de la ciudad, donde comenzaba la calzada Corduba-Hispalis por la margen derecha del Guadalquivir.

Es en esta privilegiada zona y durante la época de Tiberio, cuando se erigen, sobre monumentos funerarios previamente construidos, dos enormes túmulos cilíndricos, de doce metros de diámetro, a ambos lados de la calzada. Debieron corresponder a enterramientos familiares, que fueron engrandeciéndose generación tras generación. Esta familia, desde luego, debía de ser una de las principales de la ciudad, a juzgar por el emplazamiento de los túmulos, que en origen, durante la época augustea, contenían ya un horno crematorio (ustrinum) y varios espacios de deposición de restos.

Son tan especiales estos monumentos que no existe ninguno igual en toda Hispania, y sólo encontramos ejemplos parecidos en la misma Italia, siendo el mayor exponente el mausoleo del propio emperador Augusto.

Actualmente, son visitables por grupos previa petición al Ayuntamiento, aunque en su exterior, bajando las escaleras junto al semáforo, hay también algunos paneles explicativos, así como un tramo bien conservado de la calzada romana.

martes, 18 de diciembre de 2007

San Zoilo

A pocos metros de la iglesia de San Miguel, encontramos, en una calle a la que se encarga de dar nombre, la antigua ermita de San Zoilo. Sólo vemos en ella una fachada con motivos religiosos, incluyendo la efigie de un hombre siendo martirizado, y una minúscula espadaña para una campana.

San Zoilo, uno de los primeros mártires cordobeses, nació a finales del siglo tercero, bajo la dominación romana. Educado en el cristianismo, no dudó en desafiar de manera constante la represión religiosa de los tiempos de Diocleciano y Maximiano, a causa de la cual fue apresado por el sanguinario gobernador Daciano en junio de 303. Según la tradición, antes de ser decapitado fue despedazado con garfios de hierro, extrayéndole los riñones durante su martirio.

El descubrimiento de sus restos por el obispo Agapito tres siglos después llevó a la refundación en su honor de una basílica cristiana existente en lo que hoy es la iglesia de San Andrés. Allí fueron respetados durante los años del emirato y el Califato, y no fue hasta cerca de 1070 cuando, en el marco de inestabilidad causado por las grandes campañas castellanas contra los reinos de taifas musulmanes, se ordena el rescate de las reliquias de San Zoilo, que son llevadas en un largo viaje hasta la provincia de Palencia, donde se depositan en Carrión de los Condes. 

A la ermita que hoy conocemos fueron traídas reliquias de San Zoilo el 18 de junio de 1714, desde Carrión, y se convirtió así en un centro de religiosidad local, sin saberse bien si esta casa fue la natal del santo o si, como se afirmaba, el pozo que en ella se encuentra fue adonde se arrojaron sus riñones. Ramírez de Arellano ironiza en los Paseos sobre “beatas de las antiguas que aseguran haberlos visto salir en el cubo al sacar agua, y que, al irlos a recoger, han saltado por sí solos a lo hondo, donde han de permanecer incorruptos”. 

sábado, 15 de diciembre de 2007

Córdoba frente al misterio (4): el Panderete de las Brujas


A la caída de la noche, cuando el titilante brillo de las velas de los altares callejeros perdía su batalla diaria con la oscuridad, volvían muchos cordobeses a sus casas entrando en la ciudad por la puerta de Baeza, junto a la actual comisaría de Lonjas. 

En la España imperial de Carlos I y Felipe II, cuando las guerras de religión estaban en su apogeo, quedaban escondidos rincones donde sobrevivían los cultos paganos y la hechicería, en un pacto tácito de miedo con la población. Es por ello que nadie tomaba, si se había hecho demasiado tarde, la segunda calle a la derecha, luego llamada calle de Ravé. Porque allí, en una minúscula plazoleta, y a atendiendo a calendarios desconocidos, podría estar comenzando un aquelarre.

Los míticos ritos que se celebrarían en el Panderete de las Brujas nunca fueron demostrados, y es posible que surgieran únicamente de la leyenda, pero han llegado hasta nosotros datos que hacen pensar que tenían un fundamento real. Aunque ninguna prueba hay que apoye los relatos de secuestros de niños, sí que tenemos testimonios de que allí vivieron una o más hechiceras, conocedoras de fórmulas ocultas que llevaban a sus víctimas o, mejor dicho, a sus clientes, a un estado alterado de conciencia.

El mismísimo médico de Felipe II, Andrés Laguna, llegó a trabar relación con una de ellas, y consiguió como fruto a sus esfuerzos una muestra de la sustancia que empleaban para provocar el trance. Usando como cobaya a una criada, y sabiendo ya que la composición era, básicamente, un conjunto de hierbas aromáticas, comprobó que el ungüento era la causa de sueños extraños, alucinaciones y viajes de la mente.

Perseguidas por los tribunales de la Inquisición, y vencidas por el paso de los siglos, las hechiceras del Panderete de las Brujas fueron perdiendo su aura de misterio, y al final su propia existencia se deshizo entre las brumas de la historia.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Córdoba nace al Islam

Escucha aquí el relato de la invasión en la voz de Juan Antonio Cebrián.

Avanzan por los campos de Cádiz; enorme masa de hombres, siete mil, dicen, a pie en su mayor parte. A lo lejos, los tejados de Medina Sidonia, quizás, o bien de El Puerto de Santa María, porque aún no sabe nadie dónde se sitúa el punto que en las crónicas árabes quedó para siempre marcado como Wadi Lakka, el lugar que siglos después sería recordado como el de la batalla de Guadalete.


El gobernador de Ceuta, el conde traidor Don Julián, les había garantizado paso franco por el estrecho. Gracias a ello, los musulmanes beréberes, norteafricanos, que no árabes, habían acumulado tropas y victorias en Gibraltar y Algeciras.


Enfrente, una abigarrada mezcla de pelotones visigodos reclutados a la carrera por toda la península y concentrados en la gran ciudad más allá de Sierra Morena, Córdoba, por el rey Ruderico, Don Rodrigo, que se dispone a expulsar al invasor. Han caminado durante semanas, están agotados y se tuestan al sur del valle del Guadalquivir en la mañana de un 19 de julio del año 711.


Ante sí, visigodos e indígenas hispanorromanos ven cómo el caudillo Tariq levanta su espada, curva, que brilla al sol de Andalucía, mientras escuchan un grito que es nuevo para ellos, una frase que está grabada en los templos musulmanes de todo el mundo: “no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. El eco de la consigna recorre de punta a punta el ejército africano, y comienza su carga.

Roída por las disputas, la monarquía visigoda se quiebra en el campo de batalla cuando los flancos del ejército, formados por partidarios del depuesto y fallecido rey Witiza, se separan del grupo principal, desertando al inicio de la contienda. La traición, negociada con Tariq, tramada desde el principio y fruto de las graves disensiones internas del reino, hunde la moral de las tropas del centro, que son masacradas por los musulmanes. Los beréberes se desparraman sin resistencia por el valle del Guadalquivir, y los últimos supervivientes huyen a las ciudades próximas.


Pocos días después, en los primeros de agosto, setecientos jinetes al mando de Mugit al Rumí clavan sus tiendas y banderas en los
bosques cercanos al sur de Córdoba. Es tal el descontento popular por el caos de la administración visigoda, que los líderes musulmanes conocen de boca de los campesinos locales el penoso estado de las murallas y del puente romano, hundido a tramos en las aguas del río. Este día, un musulmán contempla Córdoba por primera vez.

Y al amparo de la luna, como fantasmas en la oscuridad, los caballos chapotean mientras vadean el Guadalquivir. Saltan los invasores por los huecos de los muros, toman al asalto la desguarnecida ciudad y obligan a los escasos defensores a huir a lasafueras hacia San Acisclo, el mítico templo-fortaleza donde un puñado de cordobeses se resistirán, unas semanas más, al aplastante curso de
la Historia.

sábado, 8 de diciembre de 2007

El arroyo de la Axerquía


Mucho antes de que se asfaltaran las calles del centro de Córdoba o de que se cubrieran de adoquines uniformes, corría por
la Axerquía un curso estacional de agua, que en la época de lluvias y en algunas tormentas llegaba a amenazar la integridad de muchas casas, y que en ocasiones provocó inundaciones de importancia. 

Aunque extramuros se le llamaba del Camello (¿?), el arroyo no recibía un solo nombre, sino que iba variando a medida que pasaba por los diferentes barrios. Entraba en la ciudad cerca de la torre de la Malmuerta, afluyendo a la Lagunilla desde el barrio del Matadero por una reja al pie de la muralla. Descendía por la calle Mayor hasta Santa Marina, y continuaba por Isabel Losa y Álamos hasta llamarse arroyo de San Andrés camino del Buen Suceso. Con el nombre de arroyo de San Rafael, llegaba hasta lo que hoy es el cruce con semáforos frente a San Lorenzo, y con este último nombre salía de la ciudad por otra reja en la muralla que cortaba en dos la calle que hoy lleva a Derecho.

Mientras en algunas zonas y momentos no era más que un hilillo de agua mezclado con los desperdicios de las casas, a la altura del colegio López Diéguez la calle era conocida como “Despeñadero”, por el peligro que causaba el cauce del arroyo. En varios lugares se perpetuó el nombre de “puentezuelo” para señalar los lugares por los que se podía vadear, como el de San Lorenzo en el mencionado cruce.

En el año 1689, las lluvias y la obstrucción del arroyo a su salida de la ciudad hacia el cerro de la Golondrina provocaron que se inundara casi todo el barrio de San Lorenzo, llegando a cubrirse de agua el altar mayor de la iglesia.

No fue hasta el año 1789 cuando se tomó la decisión, forzada por una reciente epidemia, de cegar el cauce del arroyo, empedrar las calles y redirigir el curso del agua por el paseo de las Ollerías hasta el Marrubial, bordeando la ciudad amurallada.

martes, 4 de diciembre de 2007

El Bailío de la Orden de Malta

La Cuesta del Bailío ha sido desde siempre uno de los rincones más conocidos y emblemáticos de la ciudad de Córdoba. Concebida como comunicación entre Medina y Axerquía por los musulmanes, ha sufrido grandes cambios a lo largo de la Historia. 

Nadie conoce el nombre que se le dio originalmente, cuando aún no era más que un pequeño arco en la muralla, pero ya a finales del siglo XIV se menciona por esta zona un “portillo de Ferrant Yñeguez” que no puede ser otro que el del Bailío. Asimismo, fue llamado Portillo Corbacho, al haber correspondido a don Bartolomé Corbacho, tras la conquista de Córdoba, todo el terreno que luego fue convento de Capuchinos.

El origen del nombre posterior hay que buscarlo en la importantísima familia de los Fernández de Córdoba. Un miembro de una de sus ramas habitó en la llamada “casa del Bailío”, cuya fachada renacentista, obra de Hernán Ruiz II, es una de las joyas de la arquitectura civil cordobesa. Dicho personaje fue Caballero de la Orden de Malta, en tiempos conocida como de San Juan de Jerusalén, fundada con la misión de proteger a los peregrinos a Tierra Santa durante las Cruzadas, y que llegó a adquirir gran poder en el Mediterráneo. Entre los títulos o dignidades a que sus miembros aspiraban estaba la de Bailío, concedida por antigüedad o por gracia del Gran Maestre de la Orden, con capacidad de conceder el bailiaje.

Contra lo que pueda parecer, la fuente de la cuesta es muy reciente, obra de Víctor Escribano, y fue colocada allí en 1944. El resto del entorno es más antiguo, y resulta del progresivo ensanchamiento del paso tras el derribo en 1711 de un arco que existía hasta entonces, desapareciendo poco a poco entre los edificios la muralla cercana.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Las dos mitades de Córdoba

Fosilizada entre las nuevas edificaciones, escondida como tabique medianero de las casas desde la puerta del Rincón hasta la actual Cruz del Rastro, pasando por Alfaros y la calle de la Feria, sobrevive, a tramos, la antigua muralla divisoria de la ciudad. Fue, en origen, el muro oriental de la ciudad romana. Sobre él, en una superficie aterrazada, se incrustó el templo de culto imperial que vemos al bajar Claudio Marcelo, y enfrente se extendía, imponente, el hipódromo original (“Campo de Cuádrigas”). La puerta de Roma se abría en la esquina del Ayuntamiento, y la confusa puerta de la Pescadería, probablemente, casi llegando al río, en la zona llamada Arquillo de Calceteros.

Todos los barrios que hoy integran la Axerquía eran entonces áreas extramuros, y siguieron siéndolo hasta las guerras civiles del siglo XI (o la dominación almorávide posterior), cuando estos arrabales fueron fortificados con una larga muralla que pasaba por Ollerías, Marrubial, Ronda de Andújar y Campo Madre de Dios hasta la Ribera. De ese modo, la ciudad intramuros quedaba dividida por una enorme pared almenada de quince metros, con torres y barbacana. Nunca se perdió la función defensiva y se prohibió edificar en las proximidades del lienzo de separación por su lado bajo, prohibición que fue efectiva hasta décadas después de la ocupación cristiana (1236).

Los árabes abrieron dos nuevas comunicaciones, que acabarían por llamarse arco del Portillo (que aún persiste en la calle de la Feria) y arco del Bailío. Siglos después de la conquista, en el año 1531, el corregidor Pérez de Luján abriría una nueva comunicación en cuesta escalonada que aún lleva su nombre. La última transformación fue la apertura de la Calle Nueva, a finales del siglo XIX.

Un paseo hacia el Ayuntamiento desde la Ribera nos permite ver grandes muros e incluso torres enteras que sobreviven en la casa de los marqueses del Carpio, en las ruinas de la ermita de la Aurora y en algún otro solar. Además, casi todos los edificios de la calle Alfaros están separados de los de la calle del Císter, a sus espaldas, por restos de la antigua muralla.